El camión de ruta sin ruta
- Felisberto Preciado
- 4 may 2023
- 4 Min. de lectura

Felisberto Preciado, Degeneración, 23/08/2021
La Ciudad y el Estado de México, como cualquier otra ciudad del mundo, tiene historias hechas a fuerza de relatos rayando en la leyenda y en la tangible experiencia personal. Muchos, en distintas zonas de la Ciudad y el Estado, han presenciado algún fenómeno paranormal. Desde abuelitos mentando madres a perros de ojos rojos a insospechados lamentos a altas horas de la noche. No es fácil creer o refutar nada. Al igual que los habitantes de una isla, estamos limitados (en cierto grado) a las fronteras de nuestros sentidos. Más allá de ellos, el mundo resulta un páramo desconocido. Incluso el sentido común suele ser un instrumento corto, sino es que más nebuloso. De esta forma, cualquier juicio jactancioso negando presencias paranormales es, cuándo menos, apresurado e infructuoso. Sin embargo, no todo relato paranormal tiene la capacidad de ser verdadero. Lo verdadero, en realidad, nos supera. Y es ahí cuando nos damos cuenta que el vacío entre la noche y nuestros ojos es abismal.
Muchísimos transeúntes y usuarios del transporte público de distintas alcaldías y municipios de la Ciudad y el Estado de México tienen la fuerte sospecha de la existencia de un pesero o camión sobrenatural.
Se dice que ha sido visto desde Tlalpan, Eje Central, El Rosario, Av. Insurgentes, Periférico Norte y Sur. Los testigos de este camión no están seguros de su aspecto, para ellos es “la guagua común” con el dibujo del niño mion, imágenes religiosas, gente vendiendo, gente dormida y gente melancólica. Incluso se desconoce si este ente es potencialmente violento o peligroso. Álvaro Gómez, quien supone fue sobreviviente al pesero, nos cuenta acerca de su experiencia.
Yo trabajo en Gante no. 20, en el centro. Entro a las 9 y salgo a las 5. Sinceramente no tengo tiempo para pensar en cosas sobrenaturales, aunque eso no significa que no creo en cosas del más allá. Obvio hay algo más en los cuartos oscuros y en el silencio, pero creo soy muy despistado para darme cuenta.
Pero incluso el más wey puede notar cuando algo en el camino al cantón no está bien. Es una pendejada eso de que “el miedo no anda en burro“, si hasta los perros sienten cuando el aire vibra de otra manera y respirar se hace pesado, o todo lo contrario.
Tomé la misma ruta. Bajé del metro Rosario y me subí a uno con ruta a Cuautitlán. El conductor, como siempre, no me vio, sólo me recogió el dinero de la mano. Yo tampoco lo miré, sólo recuerdo que su mano era áspera, como la de casi cualquier otro chofer. Me senté a la mitad del lado derecho del camión. Tampoco me fijé en nadie de los asientos de al lado. Ese día venía especialmente cansado. Las luces del camión se volvían oscuridades muy cómodas, Las nucas de los pasajeros de en frente se hacían reflejos borrosos. Un sopor del tamaño del cielo me cayó encima.
Todos siempre dicen que los fantasmas y espectros bajan la temperatura con su presencia. Pero aquí todo era caliente, tibio. Era tan tibio y cómodo que se te iba el alma. Muchas veces no siempre duermo en el camión. Tengo el desafortunado “don” de quedarme en medio del sueño y la vigilia. No sabría explicarme bien el sentimiento de esa “pestañita”. Era como estar en un sueño donde la oscuridad era lúgubre pero no peligrosa. Era un silencio de quien no sabe que llora sin lágrimas, de quien no sabe que sueña sueños sin color. Escuchaba voces y tenía la vaga conciencia de aún estar en el camión. Por supuesto, también oía el lejano sonido de los carros y las obligadas cumbias. Pero tenían una duración y una vibra extraña. No sabía si el sonido se alargaba más por mi cansancio o por otra razón. Esas cumbias sonideras, donde el del micrófono saluda a todos los que llegan, se cortaba, pero no sonaba maligno, sonaba distante, hasta un poco triste.
Definitivamente mi capacidad para pensar se hacía más pequeña conforme pasaba el tiempo. No lo supe bien hasta que me bajé del camión y repensé lo que había sentido en él, mantenerse casi despierto me salvó de algo. Sentía cada minuto irregular. Podía percibir que habían minutos que duraban muchísimo y otros que eran un parpadeo. Lo sabía porque abría los ojos para no pasarme la parada.
En esos momentos donde ganaba la pequeña batalla contra el sueño, veía a los demás pasajeros. Sin embargo, el sopor regresaba como si tuviera la férrea voluntad de conquistarme, dejándome sólo retazos de rostros fusionados con el camión mismo. Rostros de sueño escondiendo un rictus de tristeza muy enterrado por el cansancio más grande que su vigilia. No voy a intentar negarlo, sé que la fatiga engaña a veces a los ojos, pero este sentimiento no lo voy a justificar con explicaciones pendejas. Vi a una mujer que se había fusionado con su asiento. Todas sus extremidades estaban tristemente desprendidas cerca de ella. Sus brazos y piernas tenían hilos negros y sucios en las partes donde debía de haber estado su cuerpo. De la boca de la mujer empezaba a notarse el melancólico estampado del asiento. Lo que quedaba de su cuerpo era el bulto entre la tela. Si me hubiera sentado ahí no habría notado la cara ni la forma de su cuerpo. Para mí hubiera sido otro lugar.
Cada momento que estaba medio despierto en el camión era una pequeña victoria. Pero ganar no me hacía sentir fuera de peligro, sentía como si nunca hubiera estado en peligro. Incluso cuando vi a la mujer no sentí nada parecido a miedo, más bien melancolía, como de quien envidia a quien duerme un sueño largo y tendido. Cuando bajé, sentí que el camión me estaba salvando de algo y yo me había rehusado.
Otros sobrevivientes afirman haber sentido la misma sensación de melancolía y la pesadez de dejar algo importante. Naturalmente, ninguno se quedó dormido. Álvaro Gómez, antes de finalizar su exclusiva con Degeneración, afirma que ya no se va a quedar despierto en ningún regreso a casa, "ese pensamiento me anima un poco, dormir y no llegar no suena tan aterrador como estar despierto".
Comments